Datos personales

viernes, 9 de abril de 2010

También a las bestias

.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- 0 .-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-


Extraído del libro de la maestra Emma Godoy
“Que mis palabras te acompañen”

DIVE (Dignificación de la vejez)


TAMBIÉN A LAS BESTIAS, LA FLOR
Y A LA ESTRELLA

¡Qué pesado es el deber! Hay un cierto odio al cumplirlo. Por eso, yo, hace tiempo que estoy cambiando el deber por el amor, y el mundo se ha vuelto sonriente. Por eso, yo, hace tiempo que estoy cambiando el deber por el amor, y el mundo se ha vuelto sonriente. Ya no digo: “Tengo que hacer tal cosa”, sino: “¡Qué bueno que hoy podré hacer esto”! Hay una enorme diferencia entre las dos actitudes. La misma que existe entre una carga y unas alas.

San Pablo nos sorprende cuando afirma y reitera que con Cristo ha llegado la hora luminosa de la libertad; que los mandamientos del Sinaí eran obligación para los esclavos; pero que hoy somos libres pues aquéllos quedaron abolidos por el amor. “¿Qué? —pregunta uno— ¿De modo que ya podemos robar, mentir, y matar?”

Oh no. No es eso. Ocurre que quien ama al prójimo no necesita que le ordenen que no lo estafe, ni lo calumnie, ni le hiera; pues estará, por lo contrario, deseando obsequiarlo, elogiarlo, velarlo en su enfermedad. Esta es la revolución de Cristo a la que se refiere San Pablo. Ya podremos dejar de lado los “noes” del Decálogo de Moisés, porque, desde que Cristo nos dio su enseñanza con la sola ley del amor, no sólo se puede cumplir lo de no hacer daño a los demás, como ordenan los Mandamientos, sino que positivamente estaremos ansiosos de hacerles el bien.

Con el amor basta, no se necesita más. Y los actos del amor son libres, voluntarios, nacen espontáneamente; mientras que las normas del Decálogo se nos imponen desde fuera: y entonces sólo las cumplimos a regañadientes. Somos libres porque se ha sustituido el deber por el amor. Queden, pues, los Diez Mandamientos sólo para lo que tengan alma de esclavos, únicamente para aquellos que no saben amar. A éstos se les ha de constreñir con leyes como barrotes, para impedirle que hagan daños.

Dice el catecismo: “Estos Diez Mandamientos se encierran en dos: en servir y amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Hay tres preciosos amores: a Dios, a los otros y a mí. “Ama, y haz lo que quieras”, dirá también San Agustín. Toda la moral se reduce a una palabra: “¡Ama!”. Se es bueno en la medida del amor; malo en la del desamor.

Oigan ustedes, pero no vayan a confundir esto como lo confunden los hippies o lo tuerce aquella canción popular que dice: “y si es pecado el amor, que el cielo dé explicación porque es mandato divino”, cuando probablemente se refiere a relaciones ilícitas. ¡Por favor: “Amaos los unos a los otros” no significa “acostaos los unos con los otros!”… Para evitar esa falsísima interpretación, se ha optado por la palabra “caridad”: cháritas significa amor, en griego. Se trata, pues, de cariño. de afecto, no de lujuria.

Primero te amas tú. Y eso no es egoísmo. Los psicólogos afirman que los que no se quieren a sí mismos son incapaces de querer a otros. “La caridad bien entendida empieza por uno mismo.” (San Pablo.) Si te amas, tratarás de ser lo más perfecto posible. No tolerarás caer en ningún vicio que te destruya, ni harás cosa indigna de ti. Por el contrario, tratarías de realizar todas tus potencias y hacer de ti una obra maestra. Más aún: si llegas a amarte al máximo, ansiarás para ti lo mejor de lo mejor: Dios. Sólo Él te satisfará. Lo demás te parecerá poco.

Cuando se desarrolla este segundo amor, el de Dios, invade toda el alma, porque Dios es infinitamente amable. Entonces el amor a uno mismo se va relegando a otros planos, pasa a ser cosa secundaria e incluso desaparece en los santos: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido…”.

De allí deriva el tercer amor: el de las criaturas. Se siente un afecto general por todas las cosas que el Señor ha creado: se le ama en sus obras. Es parecido a lo que te ocurre con tu novio: si lo quieres de verdad, también te emociona la calle en que vive, te entusiasma la marca de su coche, te atrae su profesión, en fin, cuanto le concierne. “El que ama la col ama las hojas de alrededor.”

Es muy difícil amar al prójimo sin que antes medie el amor a Dios. Se podrá querer a algunos, pero no a todos. ¿Por qué he de sentir afecto por ese borracho que se quedó dormido en la acera? Ya no soporto a mi tía que se sienta junto a mí en la mesa y, al hablar, salpica de saliva mi sopa. No entiendo cómo pudiera querer a la mujer que me robó mi marido. Y la muchedumbre que transita por las calles, pues… me es indiferente. En resumen: lo natural es que sólo queramos a contadísimas personas. Y los que afirman que aman a todos, son unos hipócritas, según prueba Jean Paul Sartre.

En cambio, si el amor a las criaturas se deriva del amor a Dios, ese afecto si es auténtico. Pongamos como ejemplo a Gante, el misionero de la época colonial. Vino de España a consagrar su vida a los indios. Era primo del emperador; se encontraba en una posición envidiable en la corte. Gozaba de honores y riquezas. Todo lo dejó por unos indios… que ni siquiera conocía. Llegó aquí descalzo y más pobre que ellos. Sólo venía a servirlos. Les enseñó oficios, los curó, les oyó sus miserias espirituales. ¿Cómo pudo ser? Porque no intentó amar directamente al hombre, pues el hombre no siempre es digno de ser amado: algunos son antipáticos, otros perversos. Pero Gante, y junto con él otros, primero amaron a Dios. Por ello en su donación al prójimo no hubo discriminaciones. Así, gracias a la armonía de estos tres pasos, realizaron jubilosamente el alegre imperativo moral: “Ama”. Cristo dice que a los suyos se les “reconocerá por al amor”.

Pero he aquí que tenemos a otro héroe de la ética, al hindú Gandhi, el Mahatma, cuya lucha logró la independencia de su patria. Y, siendo el Mahatma Gandhi un santo que no tenía otro deseo que ver la cara a Dios, siendo un hombre de amor, nos extraña que haya rehusado convertirse al cristianismo. ¿Por qué?, preguntamos. Y él responde: “Porque esa religión predica un amor muy limitado”. “¿Cómo? —objetamos— ¿Qué más quiere usted, si la esencia de nuestra moralidad es amar a Dios, a uno mismo y al prójimo?”

¡Ah!, pero al Mahatma le parecía poco aún. El amor ha de ser universal para ser verdadero amor, nos dice. “¿Dónde está, en los cristianos, el amor a los animales, a las plantas, a todos los seres del Señor?”

Y en verdad, la objeción nos deja pensativos. Porque el amor que no es hipócrita, carece de fronteras. El amor auténtico no es propiamente un amor a esto y a lo otro en concreto, sino que es vivir en “estado de amor”. Es ser un sol que lo ilumine todo, que alumbre al bueno y al malo, al niño y al anciano, a la hormiga y al elefante, a la yerba y al árbol. Quien solamente ama un sector del ser, una región de criaturas, y no todo el universo, se hace sospechoso de que ni siquiera ame lo que dice amar. Si el amor no es un sol que se derrama cósmicamente, no es tal amor. Puede ser una mentira que nos estamos contando, amor falso, aparente, detrás del cual tal vez se esconda un afán de dominio o un deseo secreto de lujuria o un buscar en determinada persona protección para el miedo; en fin, quién sabe cuántos sentimientos se pueden disfrazar de amor. Sólo el amor cósmico garantiza la autenticidad.

Claro que se quiere más a unos seres que a otros, pero la luz y el calor han de abarcar todo el universo.

Gandhi cometió en otro terreno un garrafal, cuando dijo: “¿Cómo no ha de conmovernos Buda, cuando carga alegremente sobre sus hombros la oveja perdida? ¡Nada semejante encontramos en Cristo!”. Bueno, la cosa es al revés: Fue Cristo quien habló de ir por la oveja y traerla abrazada. Y no es el único pasaje evangélico en que se alude al amor a los animales. “¿Quién —dice Jesús— no saca a su asno si a caído al pozo, aun cuando sea día de sábado?” Y también se refiere a la ternura que siente Dios por sus criaturas pequeñas: “Los pajarillos del cielo no siembran ni cosechan y, sin embargo, vela por ellos el Padre Celestial”. Aun los lirios del campo son vestidos por el Señor con ropajes más suntuosos que los de Salomón. ¡Lástima que Gandhi no haya leído con atención los Evangelios!

Más sí lo sabía bien San Francisco de Asís, que amó a su hermano lobo y a la paloma que fue a poner los huevecillos en su mano, y allí los empolló. Lo sabían también los Padres del yermo: compartían la cueva con las fieras, curaban al león herido. Lo sabía Fray Martín de Porres que anhelaba reconciliar al perro con el gato y al gato con el ratón, para que comieran en un mismo plato. Lo sabía San Antonio de Padua que predicó a los peces.

Es muy dulce el amor a los animales. Ten tú alguno. Cuídalo, habla con él, comparte a menudo sus juegos infantilmente sin avergonzarte. Ya verás cómo mejora tu salud mental. No abandones lejos al animal que ya tienes, se morirá cruelmente de tristeza y de hambre. No encadenes al perro, Dios le ha dado libertad, no lo martirices; si lo sueltas, se volverá alegre y cariñoso. Recoge al gatito perdido, o envíalo al asilo de alguna sociedad protectora de animales. Más no hagas sólo el acto externo: mira mucho al animalito, contémplalo largamente y llegarás a quererlo.

Enseña a tus hijos a sentir como hermanitos menores a esos seres pequeños e indefensos, para que jueguen con ellos sin lastimarlos, les den de comer y les cambien el agua; así aprenderán dos cosas: a proteger al débil y a amar. Sí, en esa etapa, el amor al animal es una puerta que el Dios del Amor nos abre en el corazón: el niño que ama a los animales, después amará a los hombres; el que tortura al perro, al gato, a los pequeños insectos, fácilmente será de adulto un hombre sin compasión y sin entrañas. No olvides que ese cariño es de lo más educativo. ¡Y no vayas a cometer jamás la crueldad de hacer desaparecer al animal que quería tu pequeño: es un crimen; es como si a ti te secuestraran a tu hijo! Recuerdo que a mí me regalaron una chivita. Un día, al regresar de la escuela, entré corriendo como siempre a verla… ¡y la habían hecho barbacoa! Créeme, todavía se me hace un nudo en la garganta al recordar aquello. Tal vez no haya tenido dolor más grande en mi vida, si se compara con el tamaño de mi fuerza para resistirlo.

El animal, por no sé qué conducto misterioso, conoce a los que le aman, y no los ataca. Gandhi vivió con su familia y trescientas personas más en una granjas llenas de serpientes, pero en un período de 25 años jamás mordieron ni siquiera a los niños. Mi hermano, el mayor, gusta de pasar meses en plena selva, al sur de la República, donde también hay serpientes, alacranes y fieras, ¿cuándo le han hecho daño? Yo les meto la mano en el hocico a los perros atropellados, enteramente desconocidos, para ponerles una cápsula que los duerma, y ni siquiera se me ha ocurrido que puedan morderme; salvo a las arañas peludas que caen en la tina del baño sacándolas con un papel húmedo arrugado, para no lastimarlas, y corren por mi brazo mientras las llevo al jardín. Desde que amo a los animales, voy al campo y no me pican ni los mosquitos, siendo que antes llegaba llena de ronchas.

Es el adulto el que fabrica el miedo del niño a los animales. La mamá, en la calle, lo sacude: “¡Quítate! —le grita— ¡que allí hay un perro!” ¡Y el perro está tan tranquilo! Mas con el grito y el olor a la adrenalina (de las suprarrenales) que acompaña al susto de la madre, el animal se excita, y entonces sí que podría morder, pues lo han provocado.

Y no sólo hay que amar a los animalitos; también debemos querer a las plantas. Son seres vivos. ¡Cómo sufre uno cuando ve talar un árbol! No permitas que tus hijos arranquen las ramas o descortecen los arbustos, o jueguen con el balón junto a los arbolillos tiernos. Haz que los cuiden, que los rieguen y los gocen, no tanto por lo útiles que son, sino por los vegetales mismos.

Amplía todavía más tu amor. Ama a los seres inanimados: a este paisaje de rocas, al mar; y a cosas pequeñas: este anillo que llevas aunque sea de poco valor, y el sillón donde se sienta a leer tu marido. Acaricia las cosas con tus manos. No te niegues al afecto. Nunca te cierres a la ternura. El Mahatma Gandhi editaba un periódico, en una imprenta movida por una rudimentaria máquina de petróleo. Esta se descompuso una vez, la víspera de salir la edición, y nadie podía arreglarla, ni el ingeniero. Se turnaron para manejar a mano la imprenta y lograron sacar el periódico a tiempo. Mas por la mañana un empleado encendió la mecha y la máquina empezó a funcionar perfectamente. Entonces alguien dijo en broma: “No quería trabajar porque estaba cansada”. Gandhi lo tomó al pie de la letra. Desde entonces, por amor, la dejaban descansar de vez en cuando y trabajaban por ella. “¿Ah, dice el Mahatma, cómo se levaba el espíritu de todos cuando esto hacíamos!”

¡Anda ya! Desde ahora no ahorres el afecto. ¿Tienes miedo de querer, porque se sufre? ¡Cobarde! La valentía es virtud fundamental. Y por consiguiente el miedo es un pecado. Amar es vivir, no te encoja el temor y te cierres a la vida. Ni ames con fronteras. Sé amor. Entonces podrás hablar con los árboles; las estrellas te contarán secretos y quizá aun en vida verás a Dios.

LINK sugerido:

http://www.google.com.mx/search?hl=es&source=hp&q=emma+godoy+biografia&meta=&aq=0&aqi=g9&aql=&oq=Emma+Godoy&gs_rfai=

No hay comentarios: