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lunes, 5 de abril de 2010

ROMANTICISMO


EL VERDADERO ROMANTICISMO

“Yo he fracasado en la vida”, me decía una mujer, “a causa de haber sido tan romántica: desde niña soñé, primero, en brillar en el teatro y luego en ser artista de cine. Me figuraba con frecuencia que estaba rodeada de admiradores, que vivía en Beverly Hills…”

Pensé: ¿Pero sabrá esta señora en qué consiste el romanticismo? ¡Qué lejos está de ser romántica! ¡Es una ambiciosa fallida y nada más”

Únicamente se puede calificar de romántica a una persona cuando participa de las características de cierta escuela literaria llamada Romanticismo, que surgió en Europa en el primer tercio del siglo XIX y cuyas obras son en extremo sentimentales, fantásticas, generosas e idealistas.

Fue una nueva edad de oro para la literatura europea. Más a América nos llegó por desgracia tardíamente, cuando aquel poderoso movimiento ya se había desvirtuado. Así que lo tomamos en su decadencia: el héroe enamorado de un ideal había sido sustituido por un joven enamorado de una muchacha. La hazaña guerrera acabó siendo peripecia idílica. El enorme sentimiento idealista había descendido a mera sensiblería. De allí que a los poemas cursis los tachemos despectivamente de “romanticones” y con ello se ha desprestigiado la gran palabra que era sinónimo de nobleza y heroísmo.

Todos somos héroes

Pero no es mi propósito hablar ahora de literatura. Lo que me interesa es poner de relieve los valores morales que infundieron aquellos escritores en sus personajes, creando el ejemplar del hombre que deberíamos ser, del hombre ideal.

El o la protagonista de una novela romántica, carece por completo de egoísmo. Nunca piensa en sí, porque se entrega generosamente a la prosecución de alguna causa nobilísima. Es un héroe en toda la extensión de la palabra. El prototipo es el caballero medieval. Anhela ir a pelear a Jerusalén para rescatar el sepulcro de Cristo; brinda su espada para reponer en el trono al legítimo rey de su país, que ha sido traicionado por algún ambicioso; desea hacer justicia a las masas desheredadas. En fin, dedica su existencia a que triunfe la verdad sobre el error, el bien sobre el mal. Este es el tipo auténticamente romántico.

Hollywood ha revivido aquel género en esas películas espectaculares donde intervienen miles de comparsas y se desarrollan en amplios escenarios naturales, como “El Cid”, “Los Diez Mandamientos” o “Los Caballeros del Rey Arturo”. Y han tenido un gran éxito porque hay algo en el fondo de cada espectador que anhela salir de la oscuridad de su vida que transcurre tan mediocremente, y se identifica en la pantalla, por unas horas, con la grandeza moral del protagonista.

En todos nosotros se oculta un héroe, aunque nos hemos constituido en sus injustos carceleros.

Nuestro miedo al gigante

Desearíamos. Como el personaje romántico, salvar pueblos; levantar el espíritu del mundo que yace ahogado en la injusticia y en el materialismo; salir sin rumbo una mañana igual que Don Quijote, abandonándolo todo para consagrarnos a “desfacer entuertos” y cubrirnos con la gloria de haber dado nuestra vida a la patria, a la humanidad y a Dios.

Pero tenemos miedo de desencadenar al gigante que nos habita. Miedo de su aventura colosal, que presentimos nos pondría constantemente en graves riesgos, amén de que nos privaría de comodidades, bienestar y placeres.

Así vemos las cosas desde nuestro punto de vista burgués, pero muy otra sería nuestra visión una vez que soltáramos al titán. El héroe desamordazado nos transformaría por completo. Adquiriríamos la dimensión de su grandeza. Los afanes que hoy nos parecen tan importantes, se encogerían hasta hacerse triviales, mientras que las tareas del espíritu para las que ahora somos tan perezosos, serían después la sublime razón para vivir y para morir.

Tú, yo, somos mucho más, infinitamente más de lo que somos. Pero no queremos serlo.

Los psicoanalistas no toman para nada en cuenta esta represión, pues sólo nos advierten del daño que produce el reprimir las malas tendencias; y sin embargo, yo creo que es la inhibición de los deseos nobles lo que más nos destruye. Podría yo ir a visitar por las tardes a los enfermos incurables, podría aceptar un cargo en una institución benéfica, podría ayudar material y espiritualmente a la gente de un barrio miserable. Siento la divina tentación de hacerlo, y me reprimo, me lo prohíbo con más energía que si la tentación fuera la de cometer un crimen.

Tenemos miedo de expresar lo mejor de nosotros mismos. Por eso nuestra persona es insignificante, nuestra vida no sale de la vulgaridad. ¿Y no ha de causar esto un punzante sentimiento de frustración: el saber lo que pude ser y no fui? Quizá de aquí proviene la angustia, la desazón que sufrimos, la poca estimación que nos tenemos.

“¿Quién que es no es romántico?”, exclamaba Rubén Darío. Gran verdad, pero la mayoría de nosotros se niega a ser lo que es.

En nuestro siglo burgués, donde sólo cuenta lo práctico y sólo se ambiciona el progreso económico, en este desierto del espíritu, es maravilloso encontrar de pronto personas románticas que fulguran como oasis increíbles.

Héroes de la vida real

Conozco a un millonario que ha aceptado un puesto público, descuidando sus negocios con merma de su fortuna, solamente para contribuir a mejorar un poco la patria.

Todos recordamos con emoción al niño José Luis Ordaz, que el 17 de septiembre de 1959 se lanzó en medio de las llamas de un camión de pasajeros que había chocado y salvó a dos chiquillas, aunque pereció cuando estaba a punto de rescatar a la madre de las niñas. ¿Quién no envidia su grandeza de alma?

Y Schweitzer, el famoso sabio que se distinguió en tantas disciplinas y escribió sobre las más diversas materias, ¿no renunció al medio cultural de Europa, que era el que merecía su talento, para ir a refundirse de misionero, con su esposa, a las aldeas de unos países subdesarrollados, en donde abrió hospitales y escuelas? Este hombre es de la estirpe de Quetzalcóatl, de Rama, de Thot, de aquellos civilizadores a quienes los pueblos antiguos deificaron.

Conocí a un abogado joven, simpático, alegre. Tocaba muy bien el piano, escribía poemas y le gustaban en exceso las mujeres. Un día notó una escoriación rara detrás de su oreja. Fue a ver al médico, y éste, inhumano, le dijo ex abrupto: “Es Lepra”. Mi amigo salió del consultorio tambaleándose. Llegó a su casa y con una navaja se abrió las venas. Providencialmente, la criada llegó, dio aviso y lo salvaron. Vivía en provincia, y un sacerdote que supo de la tragedia, fue a verlo. Lo visitó con frecuencia y el abogado empezó a cambiar su punto de vista sobre la enfermedad, sobre el dolor, sobre el sentido que tienen la vida y la muerte. Una noche, no soportando los dolores, encendió la luz para arrancarse las vendas de la pierna. Se rascó desesperadamente, y en eso vio algo horrible: los gusanos se movían bajo sus dedos. Se quedó paralizado de angustia; era como presenciar en la tumba la descomposición del propio cadáver. Se rehizo de pronto porque una luz extraña penetró en su alma: “Otros –pensó– están como yo y no han tenido un sacerdote que les lleve la palabra del consuelo”. Ya no le importó su lepra. Tramitó su entrada a Zoquiapan, la ciudad de los leprosos, y allí ha vivido muchos años haciendo una labor extraordinaria. Me escribe pidiéndome libros y revistas porque ha fundado un club cultural, dirige la puesta en escena de obras de teatro y, sobre todo, interviene en los tremendos problemas que suscita el apetito sexual, que se torna desenfrenado en los enfermos. Halló un motivo heroico para existir y se siente pleno. Una vez me dijo: “¡Qué vacío era yo antes! ¡Bendito sea mi mal! Si fuera verdad que uno renace, yo le suplicaría a Dios: Pero no te olvides de mandarme la lepra”.

El valor de decir que sí

Todos estos personajes fueron primero tan vulgares como nosotros. Y nosotros podríamos ser tan grandes como ellos.

Pero no hay que ir muy lejos a buscar la aventura romántica. Esa aventura pasa todos los días ante nuestras puertas, y nos invita. Es Dios que pasa. Hay que decir siempre “¡Sí!”, con valentía. No decir nunca “¡No!” al bello impulso. Cada noche nos quedaremos asombrados de las cosas que hicimos, de las que no nos creíamos capaces. Y descubriremos que hay potencialidades inmensas dentro de nosotros mismos. Tal vez sean sólo pequeños actos heroicos, mas, ¿hay algo heroico que sea pequeño? Habrá dejado de ser insignificante nuestra existencia. Y aun, por encima de todo, cuando muramos, habremos cumplido con la vocación humana, con la misión para la que nacimos: la de haber dejado, igual que los héroes del romanticismo, un poco mejor el mundo de cómo lo encontramos.

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