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domingo, 29 de junio de 2008

Historia de Vida


Medicina para la
Tristeza


Mi tarea como médica voluntaria era curar enfermos en pueblos remotos de Afganistán... pero, ¿cómo aliviar las terribles heridas de su alma?

Por: TAN POH TIN

“ESTOY DESTROZADA”, dijo la señora a través del intérprete cuando le pregunté cuál era su problema. Estaba acuclillada sobre el piso del salón de clases que usábamos como clínica. Cubierta con una descolorida burka gris, me contó que toda su familia había muerto a manos de los talibanes; con gran impotencia presenció cómo masacraban a su esposo y a sus hijos.

Durante las dos semanas que pasé en el noroeste de Afganistán con un grupo de voluntarios de Singapur y Malaisia, oí muchas otras historias como ésa. Era junio de 2002, siete meses después del derrocamiento de los talibanes.

Aldeas enteras habían sido reducidas a escombros. Los pobladores vencidos, obligados a cavar sus propias tumbas, habían sido asesinados por pertenecer a la etnia, el credo o el bando opuestos, o por su interpretación religiosa.

En algunos sitios había más tumbas que casas, casi todas señaladas con piedras; varias de ellas tenían clavado un palo con retazos de tela blanca o verde que el viento del desierto había hecho jirones. No sé si eran tumbas de enemigos o de héroes desconocidos.

La afligida señora me recordó a una encorvada mujer envuelta en una burka que cierta vez vi en un documental sobre la vida en zonas de guerra. Al pasar junto al cuerpo en descomposición de un combatiente, la mujer de pronto se detuvo, pateó con furia el cadáver y siguió su camino. Ésa era quizá su medicina para la tristeza.

Al anochecer de nuestro primer día, el jefe mujaidín local, que era también el mulá, me llevó en jeep a ver a una mujer muy enferma. Estaba tendida a la puerta de su casa, envuelta con unas mantas a pesar del sofocante calor. Su padre contaba a un grupo de vecinas y niños que la habían dado de alta del hospital luego de una semana de tratamiento sin que recibiera un diagnóstico ni mostrara mejoría. Me pareció que tenía leucemia o algún mal de la médula ósea. No pude ofrecerle nada, aparte de unos antibióticos para la fiebre y rezar por ella.

Cuando ya nos íbamos, el hombre me pidió que revisara a otra mujer que estaba en el porche, cubierta por completo con una burka azul, y me explicó que ésta estaba “muy triste” e “indispuesta” porque unos días antes había muerto su bebé recién nacido.

Con tanta gente alrededor, no pude preguntarle nada a la mujer, me limité a tomarle el pulso y a palparle el vientre a través de la ropa. Por lo que pude ver era bonita y tenía unos 18 años. No dijo ni una sola palabra, pero sus ojos grandes y tristes eran bastante elocuentes.

Luego de examinarla la abracé, y por un instante compartimos el lenguaje universal de la pérdida y el dolor profundo.

Varios días después, en otra clínica, atendí a una joven a quien le dolía todo el cuerpo. Esta queja era tan común entre los incontables pacientes, que nuestro intérprete se hartó de traducirla. Al final sólo decía: ”Lo mismo otra vez: dolor aquí, dolor allá”. El intérprete, de 19 años, nos había dicho que su sueño era estudiar medicina en Kabul, pero al cabo de una intensa semana con nosotros se decidió por la ingeniería.

Miré el rostro triste de la joven y pregunté por sus hijos. Llevaba cuatro años casada pero no se había embarazado. Estaba muy afligida. Era la segunda esposa de un hombre de 56 años. Al oír esto, el intérprete se apresuró a decir: “Es culpa del marido. No tiene energía”.

Pensé que tenía razón. Como era imposible hacerle a la paciente un examen físico minucioso, no me quedó más que abrazarla y rezar con ella para que Alá tuviera misericordia. Decirle que “Dios es bueno” – mi comentario de despedida – habría de aliviar su tristeza hasta que concibiera, Dios mediante.

Más tarde vi a una mujer que tenía siete hijos. “En los años del régimen talibán estuvo muy triste y adelgazó mucho”, dijo su esposo. Era maestra con estudios universitarios, pero la habían obligado a dejar de trabajar durante esos 10 años. La pareja compartía una pequeña casa con otras tres familias porque no tenían dinero.

Sus dos hijos mayores estudiaban la universidad en Turquía. El tercero se había ido a Pakistán a los 17 años con unos amigos para presentar el examen de ingreso a una universidad turca, pero por razones inciertas los talibanes se lo impidieron. Como no se atrevían a volver a Afganistán, huyeron a irán.

El muchacho vivió dos años allí como inmigrante ilegal y padeciendo miserias. Su madre, que n sabía si estaba vivo o muerto, sufrió mucho.

Tras la caída de los talibanes la mujer volvió a dar clases, y la compañía donde trabajaba su esposo les dio un lugar para vivir. Unas semanas antes su tercer hijo por fin había regresado a casa, con las manos encallecidas por el arduo trabajo en Irán. Cuando me contó de sus “años perdidos”, sus ojos se llenaron de lágrimas. Pude percibir su profundo dolor, pero era evidente que tenía una esperanza incontenible y estaba decidido a triunfar.

Quizá esa enorme resistencia sea el secreto del invencible espíritu afgano, y la poderosa medicina para la tristeza que embarga a Afganistán.

LA DOCTORA Tan Poh Tin es pediatra y reside en Kuching, Malaisia. Ha participado como voluntaria en diversas misiones de ayuda, entre ellas una en Aceh, Indonesia, después del tsunami de diciembre de 2004. Espera volver a Afganistán algún día, tal vez a dar clases de medicina.
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