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viernes, 9 de abril de 2010

También a las bestias

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Extraído del libro de la maestra Emma Godoy
“Que mis palabras te acompañen”

DIVE (Dignificación de la vejez)


TAMBIÉN A LAS BESTIAS, LA FLOR
Y A LA ESTRELLA

¡Qué pesado es el deber! Hay un cierto odio al cumplirlo. Por eso, yo, hace tiempo que estoy cambiando el deber por el amor, y el mundo se ha vuelto sonriente. Por eso, yo, hace tiempo que estoy cambiando el deber por el amor, y el mundo se ha vuelto sonriente. Ya no digo: “Tengo que hacer tal cosa”, sino: “¡Qué bueno que hoy podré hacer esto”! Hay una enorme diferencia entre las dos actitudes. La misma que existe entre una carga y unas alas.

San Pablo nos sorprende cuando afirma y reitera que con Cristo ha llegado la hora luminosa de la libertad; que los mandamientos del Sinaí eran obligación para los esclavos; pero que hoy somos libres pues aquéllos quedaron abolidos por el amor. “¿Qué? —pregunta uno— ¿De modo que ya podemos robar, mentir, y matar?”

Oh no. No es eso. Ocurre que quien ama al prójimo no necesita que le ordenen que no lo estafe, ni lo calumnie, ni le hiera; pues estará, por lo contrario, deseando obsequiarlo, elogiarlo, velarlo en su enfermedad. Esta es la revolución de Cristo a la que se refiere San Pablo. Ya podremos dejar de lado los “noes” del Decálogo de Moisés, porque, desde que Cristo nos dio su enseñanza con la sola ley del amor, no sólo se puede cumplir lo de no hacer daño a los demás, como ordenan los Mandamientos, sino que positivamente estaremos ansiosos de hacerles el bien.

Con el amor basta, no se necesita más. Y los actos del amor son libres, voluntarios, nacen espontáneamente; mientras que las normas del Decálogo se nos imponen desde fuera: y entonces sólo las cumplimos a regañadientes. Somos libres porque se ha sustituido el deber por el amor. Queden, pues, los Diez Mandamientos sólo para lo que tengan alma de esclavos, únicamente para aquellos que no saben amar. A éstos se les ha de constreñir con leyes como barrotes, para impedirle que hagan daños.

Dice el catecismo: “Estos Diez Mandamientos se encierran en dos: en servir y amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Hay tres preciosos amores: a Dios, a los otros y a mí. “Ama, y haz lo que quieras”, dirá también San Agustín. Toda la moral se reduce a una palabra: “¡Ama!”. Se es bueno en la medida del amor; malo en la del desamor.

Oigan ustedes, pero no vayan a confundir esto como lo confunden los hippies o lo tuerce aquella canción popular que dice: “y si es pecado el amor, que el cielo dé explicación porque es mandato divino”, cuando probablemente se refiere a relaciones ilícitas. ¡Por favor: “Amaos los unos a los otros” no significa “acostaos los unos con los otros!”… Para evitar esa falsísima interpretación, se ha optado por la palabra “caridad”: cháritas significa amor, en griego. Se trata, pues, de cariño. de afecto, no de lujuria.

Primero te amas tú. Y eso no es egoísmo. Los psicólogos afirman que los que no se quieren a sí mismos son incapaces de querer a otros. “La caridad bien entendida empieza por uno mismo.” (San Pablo.) Si te amas, tratarás de ser lo más perfecto posible. No tolerarás caer en ningún vicio que te destruya, ni harás cosa indigna de ti. Por el contrario, tratarías de realizar todas tus potencias y hacer de ti una obra maestra. Más aún: si llegas a amarte al máximo, ansiarás para ti lo mejor de lo mejor: Dios. Sólo Él te satisfará. Lo demás te parecerá poco.

Cuando se desarrolla este segundo amor, el de Dios, invade toda el alma, porque Dios es infinitamente amable. Entonces el amor a uno mismo se va relegando a otros planos, pasa a ser cosa secundaria e incluso desaparece en los santos: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido…”.

De allí deriva el tercer amor: el de las criaturas. Se siente un afecto general por todas las cosas que el Señor ha creado: se le ama en sus obras. Es parecido a lo que te ocurre con tu novio: si lo quieres de verdad, también te emociona la calle en que vive, te entusiasma la marca de su coche, te atrae su profesión, en fin, cuanto le concierne. “El que ama la col ama las hojas de alrededor.”

Es muy difícil amar al prójimo sin que antes medie el amor a Dios. Se podrá querer a algunos, pero no a todos. ¿Por qué he de sentir afecto por ese borracho que se quedó dormido en la acera? Ya no soporto a mi tía que se sienta junto a mí en la mesa y, al hablar, salpica de saliva mi sopa. No entiendo cómo pudiera querer a la mujer que me robó mi marido. Y la muchedumbre que transita por las calles, pues… me es indiferente. En resumen: lo natural es que sólo queramos a contadísimas personas. Y los que afirman que aman a todos, son unos hipócritas, según prueba Jean Paul Sartre.

En cambio, si el amor a las criaturas se deriva del amor a Dios, ese afecto si es auténtico. Pongamos como ejemplo a Gante, el misionero de la época colonial. Vino de España a consagrar su vida a los indios. Era primo del emperador; se encontraba en una posición envidiable en la corte. Gozaba de honores y riquezas. Todo lo dejó por unos indios… que ni siquiera conocía. Llegó aquí descalzo y más pobre que ellos. Sólo venía a servirlos. Les enseñó oficios, los curó, les oyó sus miserias espirituales. ¿Cómo pudo ser? Porque no intentó amar directamente al hombre, pues el hombre no siempre es digno de ser amado: algunos son antipáticos, otros perversos. Pero Gante, y junto con él otros, primero amaron a Dios. Por ello en su donación al prójimo no hubo discriminaciones. Así, gracias a la armonía de estos tres pasos, realizaron jubilosamente el alegre imperativo moral: “Ama”. Cristo dice que a los suyos se les “reconocerá por al amor”.

Pero he aquí que tenemos a otro héroe de la ética, al hindú Gandhi, el Mahatma, cuya lucha logró la independencia de su patria. Y, siendo el Mahatma Gandhi un santo que no tenía otro deseo que ver la cara a Dios, siendo un hombre de amor, nos extraña que haya rehusado convertirse al cristianismo. ¿Por qué?, preguntamos. Y él responde: “Porque esa religión predica un amor muy limitado”. “¿Cómo? —objetamos— ¿Qué más quiere usted, si la esencia de nuestra moralidad es amar a Dios, a uno mismo y al prójimo?”

¡Ah!, pero al Mahatma le parecía poco aún. El amor ha de ser universal para ser verdadero amor, nos dice. “¿Dónde está, en los cristianos, el amor a los animales, a las plantas, a todos los seres del Señor?”

Y en verdad, la objeción nos deja pensativos. Porque el amor que no es hipócrita, carece de fronteras. El amor auténtico no es propiamente un amor a esto y a lo otro en concreto, sino que es vivir en “estado de amor”. Es ser un sol que lo ilumine todo, que alumbre al bueno y al malo, al niño y al anciano, a la hormiga y al elefante, a la yerba y al árbol. Quien solamente ama un sector del ser, una región de criaturas, y no todo el universo, se hace sospechoso de que ni siquiera ame lo que dice amar. Si el amor no es un sol que se derrama cósmicamente, no es tal amor. Puede ser una mentira que nos estamos contando, amor falso, aparente, detrás del cual tal vez se esconda un afán de dominio o un deseo secreto de lujuria o un buscar en determinada persona protección para el miedo; en fin, quién sabe cuántos sentimientos se pueden disfrazar de amor. Sólo el amor cósmico garantiza la autenticidad.

Claro que se quiere más a unos seres que a otros, pero la luz y el calor han de abarcar todo el universo.

Gandhi cometió en otro terreno un garrafal, cuando dijo: “¿Cómo no ha de conmovernos Buda, cuando carga alegremente sobre sus hombros la oveja perdida? ¡Nada semejante encontramos en Cristo!”. Bueno, la cosa es al revés: Fue Cristo quien habló de ir por la oveja y traerla abrazada. Y no es el único pasaje evangélico en que se alude al amor a los animales. “¿Quién —dice Jesús— no saca a su asno si a caído al pozo, aun cuando sea día de sábado?” Y también se refiere a la ternura que siente Dios por sus criaturas pequeñas: “Los pajarillos del cielo no siembran ni cosechan y, sin embargo, vela por ellos el Padre Celestial”. Aun los lirios del campo son vestidos por el Señor con ropajes más suntuosos que los de Salomón. ¡Lástima que Gandhi no haya leído con atención los Evangelios!

Más sí lo sabía bien San Francisco de Asís, que amó a su hermano lobo y a la paloma que fue a poner los huevecillos en su mano, y allí los empolló. Lo sabían también los Padres del yermo: compartían la cueva con las fieras, curaban al león herido. Lo sabía Fray Martín de Porres que anhelaba reconciliar al perro con el gato y al gato con el ratón, para que comieran en un mismo plato. Lo sabía San Antonio de Padua que predicó a los peces.

Es muy dulce el amor a los animales. Ten tú alguno. Cuídalo, habla con él, comparte a menudo sus juegos infantilmente sin avergonzarte. Ya verás cómo mejora tu salud mental. No abandones lejos al animal que ya tienes, se morirá cruelmente de tristeza y de hambre. No encadenes al perro, Dios le ha dado libertad, no lo martirices; si lo sueltas, se volverá alegre y cariñoso. Recoge al gatito perdido, o envíalo al asilo de alguna sociedad protectora de animales. Más no hagas sólo el acto externo: mira mucho al animalito, contémplalo largamente y llegarás a quererlo.

Enseña a tus hijos a sentir como hermanitos menores a esos seres pequeños e indefensos, para que jueguen con ellos sin lastimarlos, les den de comer y les cambien el agua; así aprenderán dos cosas: a proteger al débil y a amar. Sí, en esa etapa, el amor al animal es una puerta que el Dios del Amor nos abre en el corazón: el niño que ama a los animales, después amará a los hombres; el que tortura al perro, al gato, a los pequeños insectos, fácilmente será de adulto un hombre sin compasión y sin entrañas. No olvides que ese cariño es de lo más educativo. ¡Y no vayas a cometer jamás la crueldad de hacer desaparecer al animal que quería tu pequeño: es un crimen; es como si a ti te secuestraran a tu hijo! Recuerdo que a mí me regalaron una chivita. Un día, al regresar de la escuela, entré corriendo como siempre a verla… ¡y la habían hecho barbacoa! Créeme, todavía se me hace un nudo en la garganta al recordar aquello. Tal vez no haya tenido dolor más grande en mi vida, si se compara con el tamaño de mi fuerza para resistirlo.

El animal, por no sé qué conducto misterioso, conoce a los que le aman, y no los ataca. Gandhi vivió con su familia y trescientas personas más en una granjas llenas de serpientes, pero en un período de 25 años jamás mordieron ni siquiera a los niños. Mi hermano, el mayor, gusta de pasar meses en plena selva, al sur de la República, donde también hay serpientes, alacranes y fieras, ¿cuándo le han hecho daño? Yo les meto la mano en el hocico a los perros atropellados, enteramente desconocidos, para ponerles una cápsula que los duerma, y ni siquiera se me ha ocurrido que puedan morderme; salvo a las arañas peludas que caen en la tina del baño sacándolas con un papel húmedo arrugado, para no lastimarlas, y corren por mi brazo mientras las llevo al jardín. Desde que amo a los animales, voy al campo y no me pican ni los mosquitos, siendo que antes llegaba llena de ronchas.

Es el adulto el que fabrica el miedo del niño a los animales. La mamá, en la calle, lo sacude: “¡Quítate! —le grita— ¡que allí hay un perro!” ¡Y el perro está tan tranquilo! Mas con el grito y el olor a la adrenalina (de las suprarrenales) que acompaña al susto de la madre, el animal se excita, y entonces sí que podría morder, pues lo han provocado.

Y no sólo hay que amar a los animalitos; también debemos querer a las plantas. Son seres vivos. ¡Cómo sufre uno cuando ve talar un árbol! No permitas que tus hijos arranquen las ramas o descortecen los arbustos, o jueguen con el balón junto a los arbolillos tiernos. Haz que los cuiden, que los rieguen y los gocen, no tanto por lo útiles que son, sino por los vegetales mismos.

Amplía todavía más tu amor. Ama a los seres inanimados: a este paisaje de rocas, al mar; y a cosas pequeñas: este anillo que llevas aunque sea de poco valor, y el sillón donde se sienta a leer tu marido. Acaricia las cosas con tus manos. No te niegues al afecto. Nunca te cierres a la ternura. El Mahatma Gandhi editaba un periódico, en una imprenta movida por una rudimentaria máquina de petróleo. Esta se descompuso una vez, la víspera de salir la edición, y nadie podía arreglarla, ni el ingeniero. Se turnaron para manejar a mano la imprenta y lograron sacar el periódico a tiempo. Mas por la mañana un empleado encendió la mecha y la máquina empezó a funcionar perfectamente. Entonces alguien dijo en broma: “No quería trabajar porque estaba cansada”. Gandhi lo tomó al pie de la letra. Desde entonces, por amor, la dejaban descansar de vez en cuando y trabajaban por ella. “¿Ah, dice el Mahatma, cómo se levaba el espíritu de todos cuando esto hacíamos!”

¡Anda ya! Desde ahora no ahorres el afecto. ¿Tienes miedo de querer, porque se sufre? ¡Cobarde! La valentía es virtud fundamental. Y por consiguiente el miedo es un pecado. Amar es vivir, no te encoja el temor y te cierres a la vida. Ni ames con fronteras. Sé amor. Entonces podrás hablar con los árboles; las estrellas te contarán secretos y quizá aun en vida verás a Dios.

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lunes, 5 de abril de 2010

Oración del anciano...

Extraído del libro de la maestra Emma Godoy Lobato

“Que mis palabras te acompañen”

DIVE (Dignificación de la vejez)

ORACIÓN DEL ANCIANO
Héme aquí, Padre Celestial, para agradecerte por haberme dado larga vida; lo que significa que guardas un amor especial por mí, pues me has ofrecido la oportunidad de ir acumulando más y más méritos para no llegar ante tu trono con las manos vacías, sino rebosantes de denarios celestiales.

Te suplico que en el tiempo que todavía me concedas vivir en la Tierra, sea Jesucristo mi Maestro; para aprender a perdonar de corazón a quienes me hayan hecho daño y hacer el bien a mis enemigos; que yo disfrute, y sonría con Jesús, de las cosas amables y bellas que Tú me prodigas cada día; y también sepa sufrir heroicamente pensando en los dolores que por mí padeció mi Redentor en el Calvario. Sobre todo, que a cada momento me vaya pareciendo a Él en el amor, sobre todo en el amor, para que cuando Tú, mi Padre, vengas por mí porque ya ansías abrazarme, veas en el rostro de mi alma algún rasgo del parecido con Jesucristo y me lleves en brazos a gozar de su gloria eterna.
EMMA GODOY,
1987

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VIVE TU VIDA

HABLEMOS DE TU VIVIR COTIDIANO

Escúchame: Tú no tienes más que una vida. Haz de ella algo grande, algo magnífico. ¿Cuántos años tienes? Tal vez ya has recorrido la cuarta parte de tu existencia, o quizá la mitad, sin pena ni gloria. Ni fu ni fa. No has sabido qué hacer con tu vida. Te has dejado vivir, en vez de, tú mismo, vivir tu vida. Ya es tiempo de que la tomes en tus manos y la modeles, como un escultor cincela una estatua para convertir la piedra en obra maestra. Ya desperdiciaste muchos años. No pierdas ni un minuto más.

Me preguntas ¿qué debes hacer? Permíteme entonces que hagamos primero un gran rodeo. Hablemos de filosofía. Es difícil. Ponte inteligente.

Entre las múltiples actividades que realiza la humanidad, hay muchas que son comunes con las de los animales: alimentarse, reproducirse, dormir, jugar, etcétera. Pero hay otras privativas del hombre. Estas son las peculiarmente humanas: Sólo el hombre hace ciencia. Yo no he visto a ningún hipopótamo ponerse a calcular la raíz cuadrada de una cifra. Sólo el hombre crea obras de arte. ¿Dónde hay un mural pintado por una jirafa? Sólo el hombre establece reglas morales y se dicta códigos de leyes. ¿Tú sabes de algún animalito que haya dado un Decálogo a sus compañeros? Sólo el hombre hace religión. ¿Habrá algún tigre, oso o pulga que adore a los dioses?

El camino de los cuatro
esplendores


Arte, ciencia, moral, religión, eso que llamamos “cultura”, es lo verdaderamente humano. Seremos hombres en la medida en que seamos cultos. Dejaremos de ser brutos y bestias según hayamos ascendido – más o menos – por esos senderos del arte, la ciencia, la moral y la religión.

No nacemos hombres. Nos hacemos hombres. Cuando nos dieron a luz, éramos unos animalillos bonísimos y preciosos, pero animalillos. Nuestra tarea en el mundo es convertirnos en personas humanas. Es metamorfosearnos cambiándonos de bichos a hombres. (Y de hombres a dioses.)

La educación consiste nada más que en esa transformación: en que se realice el tránsito de lo animal a lo humano. Enseñar al niño el oficio de hombre, eso es todo… O acicatearnos a nosotros mismos, auto-educándonos, para alcanzar el dicho nivel superior.

No queremos decir con ello que se niegue la naturaleza animal que poseemos. No podríamos hacer cultura si no comiéramos, durmiéramos, etcétera. Sólo que estas actividades representan apenas una mera condición para que podamos existir: no son valiosas de por sí. Hay que cumplir con las urgencias biológicas únicamente como medio para realizarnos como humanos. Así, el hombre, al igual que el animal, debe cuidar su salud; y para ello establece hospitales. Prevé sus necesidades alimenticias –como la hormiga o la ardilla– y crea un complicado sistema económico. A semejanza de las bestezuelas, se reproduce y busca diversos placeres, aunque muy elaborados. “Salud, dinero y amor”, como dice una canción sudamericana. No decimos “amor” porque el amor pertenece a la moral; mejor “placer”.

De tales actividades –las referentes a la salud, la economía y el placer– debemos reconocer que ya no son enteramente animales, porque ha intervenido la racionalidad humana, ya que el hombre, en cualquiera de sus actos, se pone todo él entero. Más las finalidades que se persiguen con ellas son las mismas que desearían un leopardo, un cerdo o una chinche; las llamaremos, pues, valores animales. Así es que abajo pondremos “salud, economía y placer”, representando el aspecto animal del hombre. Arriba, también tres cosas: “arte, ciencia, moral”, como lo típicamente racional y humano. (Prescindiremos por lo pronto de la religión.) ¿Ya anotaste esta lista de los 6 bienes culturales? Abajo estará lo material; arriba, lo espiritual. Abajo está la naturaleza; arriba, la cultura.

Hechizo en blanco y negro

Ocupémonos de la cultura, pues ella será el mundo donde hayas de vivir, si quieres hacer de tu existencia algo realmente grande. Si te quedaras abajo, si sólo aspiraras a estar muy sanito y rozagante, a poseer casa, coche último modelo y villa en Acapulco; a darte sólo a la “dolce vita”, la pasarías muy bien, como la vaca sanota de ubres hinchadas que come ante un pesebre rebosante de alfalfa y goza con su toro. La pasarías muy bien, pero serías vaca. No valdrías nada.

No amigos: hay que ser animal, ¡claro está!, pero no sólo animal.

Pensemos, pues, un poco en la cultura, en tus metas como ser humano. Para que avances en el camino del arte, asiste al teatro, a las exposiciones plásticas, a los conciertos, al ballet; lee poesía y novelas de calidad. Al principio te aburrirá todo esto. Tardarás en gustarlo; pero al final, te fascinará. Es cosa de familiarizarse. Que no pase un día sin que hayas gustado de algo artístico: al menos hojear un libro de pintura o escuchar buena música en la radio. Mientras estás entregado al arte, en esos momentos eres humano, te hallas a mil leguas del animal.

Para despertarte la afición por las ciencias deja en tu mesa de noche algunos libros de psicología, historia, física popular, biología, filosofía, astronomía, y, según estés de humor, escoge cada noche, para leer sólo un capítulo antes de dormir. ¡Verás qué embrujador es ese mundo!

Quizá creas que la moral es la parte más fastidiosa de la cultura, ¡pues nos prohíbe tantas cosas! Te aconsejo que no veas la ética como una lista de impedimentos, sino como lo que es verdaderamente: una invitación a realizarte en plenitud. La moral, cuando dice: “No matarás”, significa algo positivo: “Fomenta la vida”. La orden de “No mentirás” es: “Busca la verdad”. Y así las otras leyes. Todas son positivas. Y sus cuatro virtudes: Prudencia, Justicia, Fortaleza (valentía) y Templanza, son también fuerzas para la acción, no obstáculos para ella. La moral nunca es cadena que ata, sino estímulo que hace más fecunda la existencia. Dime si no te encantaría ser valiente y no tener miedo a nada ni a nadie; ser veraz contigo mismo, no mentirte nunca y, por lo tanto, estar libre de la neurastenia; ayudar a los huérfanos, enfermos, necesitados, ignorantes y delincuentes; y ver que con tu labor las cosas han mejorado, y allí donde antes había sufrimiento está hoy la alegría, por tu causa; allí donde había ignorancia, hay ciencia; allí donde había miseria, hay pan; allí donde había crimen, hay amor y bien.

Sólo peca de verdad quien no ama

Todo el conjunto de leyes morales se resume en una sola palabra: ¡Amor! Amor a ti, al prójimo y a Dios. Haz diariamente actos positivos y reales de amor por ti, por alguien, por tu Creador. Cada día más, hasta que tú entero no seas sino amor. ¿Así sí te gusta la moral? Cualquier pecado consiste nada más en que se faltó al mandamiento del amor; y es más o menos grave en la medida en que se agredió al amor. El evangelio y lo verás. Por eso cuando alguien le pregunta a Cristo: “¿Quién será el mayor en el reino de los cielos?”. El responde: “Aquel que tenga mayor caridad (amor), sea quien fuere”. Quítate, pues, todo sentimiento de rencor, de odio y aun de indiferencia para el prójimo. Lávate de desamor todas las noches antes de dormir.

Nunca te entregues al sueño con el corazón habitado por el mal de los males: la inquina. Y aprende a quererte, a estimarte, a desear para ti lo mejor, o sea tu realización fecunda en obras magníficas. Ama a tu Dios. Cuéntale tus miserias y también tus proyectos. Que vaya a tu lado, como un amigo, en todos tus paseos y trabajos. La moral, vista como amor, ¿no resulta sumamente atractiva?

Nunca pases de largo ante una necesidad ajena como lo hicieron muchos en la parábola del Buen Samaritano, diciendo: “No me concierne” ¡Sí que te concierne! Nunca digas “no” al generoso impulso. ¡Jamás!

Los tres caminos y su drama

Arte, ciencia, moral, son los tres senderos que te hacen salir de tu naturaleza animal y te conducen más allá de la tierra material, por los ámbitos celestes del espíritu.

¿Adónde van esos tres caminos? Digamos que a tres estrellas. El arte apunta hacia la Belleza; la ciencia hacia la Verdad; la moral hacia el Bien. Al Bien, la Verdad y la Belleza se les denomina VALORES, porque son lo valioso por excelencia. Los valores, pues, constituyen la meta final de los afanes del hombre. Son los objetivos últimos.

Pero ahora quiero descubrirte el drama de la cultura. Escúchame: Jamás de los jamases la humanidad llegará hasta los valores. Camina hacia ellos por los senderos sin polvo que son el arte, la ciencia, la moral; pero la realización plena de la Belleza, la Verdad y el Bien es absolutamente imposible.

El artista, así sea un Miguel Ángel, consigue captar apenas un destello pequeñito de la Belleza perfecta. La ciencia, cada vez que da solución a un problema, se encuentra con que esa misma solución le plantea 3, 4, 10 problemas nuevos; así que mientras más avanza el saber, más se reconoce la infinidad de lo que ignoramos y, por lo tanto, jamás se alcanzará la Verdad total. Los mismísimo le ocurre a la moral. Mientras más buena es la persona, más conciencia tiene de sus defectos, de todo lo que le falta para ser realmente buena, y el santo llega al colmo al decir que no es sino una porquería, el peor de los pecadores. En fin, que el hombre culto camina sin tregua hacia aquellos luceros altísimos que son los valores, pero, ¡ay!, sin esperanza de alcanzarlos.

La cultura sólo marcha hacia Dios

¿Sabes por qué? Bueno. Dime a qué te suena: “Bien infinito, Verdad total, Belleza perfecta”. ¡A la definición de Dios!, ¿no es así? Por tanto, nunca llegaremos a ser Él. Jamás alcanzaremos los valores, porque los valores son Dios mismo. Pero caminando por las sendas infinitas del arte, el saber y la moral, nos acercaremos un poquito, y vale la pena vivir para anhelar lo Absoluto. Yo definiría la cultura como nostalgia de Dios.

Ahora mira: si la cultura es un camino que no llega, en cambio la religión sí llega a Dios, ¡y sin camino!, directamente. El hombre de veras religioso, el místico, es por lo tanto el más realizado de los hombres. Alcanzó el objetivo que los demás no habían logrado. Este es precisamente el tema de una obra de teatro que escribí. Simbolizo en Caín a la cultura. Sus hijos representan salud, dinero, placer, ciencia, arte, y se quejan ante su padre de que andan errantes por los senderos de la cultura, cada uno por el suyo, y se han llenado de desesperación porque no llegarán nunca a la meta. En contraste con Caín, su hermano Set, que simboliza la mística, halló la plenitud. Por eso este personaje insiste a los cainistas en que su supremo destino sea el éxtasis religioso.

De manera que todavía hay algo superior a la cultura: la religión. Hazla tuya, porque sin ella siempre serás una persona mutilada a quien le falta lo principal. Sólo hallarás tu plena maduración más arriba aún que los cielos humanos, más allá de este firmamento: en los ámbitos del Eterno.

En resumen: los tres afanes animales son: salud, dinero y placer. Los bienes culturales humanos: arte, ciencia y moral. El valor supremo; el religioso. Ya está completa la lista.

Nacemos animales… Mediante la cultura nos tornamos en hombres. Por la religión nos convertimos en superhombres, en dioses.

Dime qué prefieres y te diré quién eres.

¿Cuánto vales? Pues mídete en esa lista y ve hasta dónde llega tu estatura. No te desanimes. Dentro de un año vuelve a medirte: habrás crecido, si es que te amas y quieres para ti lo mejor. No abjures de tu animalidad, pero crece cada día más hacia lo humano. Y ni allí te detengas. No te conformes con sólo eso. Atrévete a llegar a lo divino.

Empero, no tomes los valores como pesada tarea. Mejor ámalos. Apasiónate por todas las formas del Bien, la Belleza, la Verdad y todavía más, por Dios mismo.

¿No tienes tiempo? Es que vives para trabajar y sólo se debe trabajar para vivir. Hay cosas mucho más importante que hacer. Así que pon límite a tus ambiciones materiales y reduce tus necesidades al mínimo. Entonces trabajarás menos y dispondrás de un precioso tiempo libre: del divino ocio cultural. Sólo así te realizarás en lo humano y lo divino.

Con todo lo dicho de los valores, ya puedes planear tu existencia a lo grande. Sal de ese vivir oscuro del que te sientes tan satisfecho de ti mismo. ¿Por qué no hacer de tu existencia una obra maestra, si sólo se vive una vez? Ámate. Y empieza hoy mismo.

ROMANTICISMO


EL VERDADERO ROMANTICISMO

“Yo he fracasado en la vida”, me decía una mujer, “a causa de haber sido tan romántica: desde niña soñé, primero, en brillar en el teatro y luego en ser artista de cine. Me figuraba con frecuencia que estaba rodeada de admiradores, que vivía en Beverly Hills…”

Pensé: ¿Pero sabrá esta señora en qué consiste el romanticismo? ¡Qué lejos está de ser romántica! ¡Es una ambiciosa fallida y nada más”

Únicamente se puede calificar de romántica a una persona cuando participa de las características de cierta escuela literaria llamada Romanticismo, que surgió en Europa en el primer tercio del siglo XIX y cuyas obras son en extremo sentimentales, fantásticas, generosas e idealistas.

Fue una nueva edad de oro para la literatura europea. Más a América nos llegó por desgracia tardíamente, cuando aquel poderoso movimiento ya se había desvirtuado. Así que lo tomamos en su decadencia: el héroe enamorado de un ideal había sido sustituido por un joven enamorado de una muchacha. La hazaña guerrera acabó siendo peripecia idílica. El enorme sentimiento idealista había descendido a mera sensiblería. De allí que a los poemas cursis los tachemos despectivamente de “romanticones” y con ello se ha desprestigiado la gran palabra que era sinónimo de nobleza y heroísmo.

Todos somos héroes

Pero no es mi propósito hablar ahora de literatura. Lo que me interesa es poner de relieve los valores morales que infundieron aquellos escritores en sus personajes, creando el ejemplar del hombre que deberíamos ser, del hombre ideal.

El o la protagonista de una novela romántica, carece por completo de egoísmo. Nunca piensa en sí, porque se entrega generosamente a la prosecución de alguna causa nobilísima. Es un héroe en toda la extensión de la palabra. El prototipo es el caballero medieval. Anhela ir a pelear a Jerusalén para rescatar el sepulcro de Cristo; brinda su espada para reponer en el trono al legítimo rey de su país, que ha sido traicionado por algún ambicioso; desea hacer justicia a las masas desheredadas. En fin, dedica su existencia a que triunfe la verdad sobre el error, el bien sobre el mal. Este es el tipo auténticamente romántico.

Hollywood ha revivido aquel género en esas películas espectaculares donde intervienen miles de comparsas y se desarrollan en amplios escenarios naturales, como “El Cid”, “Los Diez Mandamientos” o “Los Caballeros del Rey Arturo”. Y han tenido un gran éxito porque hay algo en el fondo de cada espectador que anhela salir de la oscuridad de su vida que transcurre tan mediocremente, y se identifica en la pantalla, por unas horas, con la grandeza moral del protagonista.

En todos nosotros se oculta un héroe, aunque nos hemos constituido en sus injustos carceleros.

Nuestro miedo al gigante

Desearíamos. Como el personaje romántico, salvar pueblos; levantar el espíritu del mundo que yace ahogado en la injusticia y en el materialismo; salir sin rumbo una mañana igual que Don Quijote, abandonándolo todo para consagrarnos a “desfacer entuertos” y cubrirnos con la gloria de haber dado nuestra vida a la patria, a la humanidad y a Dios.

Pero tenemos miedo de desencadenar al gigante que nos habita. Miedo de su aventura colosal, que presentimos nos pondría constantemente en graves riesgos, amén de que nos privaría de comodidades, bienestar y placeres.

Así vemos las cosas desde nuestro punto de vista burgués, pero muy otra sería nuestra visión una vez que soltáramos al titán. El héroe desamordazado nos transformaría por completo. Adquiriríamos la dimensión de su grandeza. Los afanes que hoy nos parecen tan importantes, se encogerían hasta hacerse triviales, mientras que las tareas del espíritu para las que ahora somos tan perezosos, serían después la sublime razón para vivir y para morir.

Tú, yo, somos mucho más, infinitamente más de lo que somos. Pero no queremos serlo.

Los psicoanalistas no toman para nada en cuenta esta represión, pues sólo nos advierten del daño que produce el reprimir las malas tendencias; y sin embargo, yo creo que es la inhibición de los deseos nobles lo que más nos destruye. Podría yo ir a visitar por las tardes a los enfermos incurables, podría aceptar un cargo en una institución benéfica, podría ayudar material y espiritualmente a la gente de un barrio miserable. Siento la divina tentación de hacerlo, y me reprimo, me lo prohíbo con más energía que si la tentación fuera la de cometer un crimen.

Tenemos miedo de expresar lo mejor de nosotros mismos. Por eso nuestra persona es insignificante, nuestra vida no sale de la vulgaridad. ¿Y no ha de causar esto un punzante sentimiento de frustración: el saber lo que pude ser y no fui? Quizá de aquí proviene la angustia, la desazón que sufrimos, la poca estimación que nos tenemos.

“¿Quién que es no es romántico?”, exclamaba Rubén Darío. Gran verdad, pero la mayoría de nosotros se niega a ser lo que es.

En nuestro siglo burgués, donde sólo cuenta lo práctico y sólo se ambiciona el progreso económico, en este desierto del espíritu, es maravilloso encontrar de pronto personas románticas que fulguran como oasis increíbles.

Héroes de la vida real

Conozco a un millonario que ha aceptado un puesto público, descuidando sus negocios con merma de su fortuna, solamente para contribuir a mejorar un poco la patria.

Todos recordamos con emoción al niño José Luis Ordaz, que el 17 de septiembre de 1959 se lanzó en medio de las llamas de un camión de pasajeros que había chocado y salvó a dos chiquillas, aunque pereció cuando estaba a punto de rescatar a la madre de las niñas. ¿Quién no envidia su grandeza de alma?

Y Schweitzer, el famoso sabio que se distinguió en tantas disciplinas y escribió sobre las más diversas materias, ¿no renunció al medio cultural de Europa, que era el que merecía su talento, para ir a refundirse de misionero, con su esposa, a las aldeas de unos países subdesarrollados, en donde abrió hospitales y escuelas? Este hombre es de la estirpe de Quetzalcóatl, de Rama, de Thot, de aquellos civilizadores a quienes los pueblos antiguos deificaron.

Conocí a un abogado joven, simpático, alegre. Tocaba muy bien el piano, escribía poemas y le gustaban en exceso las mujeres. Un día notó una escoriación rara detrás de su oreja. Fue a ver al médico, y éste, inhumano, le dijo ex abrupto: “Es Lepra”. Mi amigo salió del consultorio tambaleándose. Llegó a su casa y con una navaja se abrió las venas. Providencialmente, la criada llegó, dio aviso y lo salvaron. Vivía en provincia, y un sacerdote que supo de la tragedia, fue a verlo. Lo visitó con frecuencia y el abogado empezó a cambiar su punto de vista sobre la enfermedad, sobre el dolor, sobre el sentido que tienen la vida y la muerte. Una noche, no soportando los dolores, encendió la luz para arrancarse las vendas de la pierna. Se rascó desesperadamente, y en eso vio algo horrible: los gusanos se movían bajo sus dedos. Se quedó paralizado de angustia; era como presenciar en la tumba la descomposición del propio cadáver. Se rehizo de pronto porque una luz extraña penetró en su alma: “Otros –pensó– están como yo y no han tenido un sacerdote que les lleve la palabra del consuelo”. Ya no le importó su lepra. Tramitó su entrada a Zoquiapan, la ciudad de los leprosos, y allí ha vivido muchos años haciendo una labor extraordinaria. Me escribe pidiéndome libros y revistas porque ha fundado un club cultural, dirige la puesta en escena de obras de teatro y, sobre todo, interviene en los tremendos problemas que suscita el apetito sexual, que se torna desenfrenado en los enfermos. Halló un motivo heroico para existir y se siente pleno. Una vez me dijo: “¡Qué vacío era yo antes! ¡Bendito sea mi mal! Si fuera verdad que uno renace, yo le suplicaría a Dios: Pero no te olvides de mandarme la lepra”.

El valor de decir que sí

Todos estos personajes fueron primero tan vulgares como nosotros. Y nosotros podríamos ser tan grandes como ellos.

Pero no hay que ir muy lejos a buscar la aventura romántica. Esa aventura pasa todos los días ante nuestras puertas, y nos invita. Es Dios que pasa. Hay que decir siempre “¡Sí!”, con valentía. No decir nunca “¡No!” al bello impulso. Cada noche nos quedaremos asombrados de las cosas que hicimos, de las que no nos creíamos capaces. Y descubriremos que hay potencialidades inmensas dentro de nosotros mismos. Tal vez sean sólo pequeños actos heroicos, mas, ¿hay algo heroico que sea pequeño? Habrá dejado de ser insignificante nuestra existencia. Y aun, por encima de todo, cuando muramos, habremos cumplido con la vocación humana, con la misión para la que nacimos: la de haber dejado, igual que los héroes del romanticismo, un poco mejor el mundo de cómo lo encontramos.